Cogí la chaqueta del colgador. No me
fijé mucho en si era la mía. Tampoco me importaba. Ya tenía cinco
años y la ropa, como todo en esta vida, tiene fecha de caducidad.
Hacía frío en la calle. Aquí llueve
poco, pero cuando lo hace, la vida se paraliza de puertas hacía
fuera y se incrementa la tasa de natalidad.
No me gusta llevar gafas cuando llueve,
se empañan, se mojan y nunca encuentras un pañuelo a mano para
secarlas.
Entré a casa. Había pensado unirme a
los del incremento. No hay mejor momento para hacer el amor que un
día lluvioso, gris, frío y tú en tu casa, con calor, mantita,
velitas y unas copas de vino.
Me extrañó que estuviera la luz
apagada, puede que de la tormenta hubiera saltado el automático pero
así y todo él no podía estar a oscuras.
Vivo en una casa grande. Hay que
recorrer un largo pasillo para llegar al salón. Dí la luz. Se
encendió. ¿Qué mosca le había picado a este?
- ¿Cariño? ¿Hola?
Nadie respondió. El salón estaba
vacío.
No me explicaba a qué estaba jugando.
Sé que no somos la pareja más comunicativa ni tampoco nos queremos
con locura como dos adolescentes descontrolados pero, llegas a una
edad en la que la estabilidad y la rutina lo impregna todo y follar
en los días de lluvia es lo único que te queda.
- ¿Dónde coño estas?
La verdad es que nunca le había echado
en falta, más bien al contrario. Prefería que se fuera con sus
amigos a jugar al ajedrez “deporte” que le encantaba y al que yo
nunca podré encontrarle la gracia, y que me dejara el sábado
tranquila en casa leyendo, viendo una película o simplemente
arreglándome las uñas.
Pero estaba preocupada. Llovía a
cántaros, hacía frío, era nuestro día sagrado de placer y no daba
señales de vida.
Sabía cuidarse solito, eso lo tenía
claro. Pero a veces se le iba la pinza. No solía hacer cosas
extrañas pero las discusiones le desconcertaban y, después de la
que habíamos tenido hacía unas horas, hasta yo había estado a
punto de equivocarme de chaqueta en aquel bar.
No solemos levantarnos la voz. Ya os
digo que la monotonía y la estabilidad serían los mejores adjetivos
para definir nuestras vidas pero, cuando lo hacemos, es mejor que las
distancias y nuestras aficiones individuales tomen parte en conseguir
de nuevo la quietud.
Son las tres de la madrugada. Tengo
mucho sueño. No coge el móvil. No responde a mis whatsapp. No se
conecta desde esta mañana.
Me tomo un té muy cargado. Sabe a
rayos. Siempre se me olvida echarle azúcar.
Las cuatro. Me voy a dormir. Ya vendrá.
Más no puedo hacer. Estoy harta de sus rutinas y sus reuniones de
trabajo.
Me despierto. Por la ventana medio
cerrada entran los rayos del sol. Debo haber dormido más de la
cuenta. Menos mal que trabajo en casa.
No está. Sigue sin aparecer.
¿Debería llamar a la policía?
¿espero un rato más? ¿llamo a su madre? Esto último no. Es muy
pesada. Yo creo que no me traga porque está enamorada de su hijo y
él se casó conmigo.
No tengo ni idea de qué hacer.
Se me ocurre bajar al sótano. Él
suele guardar sus coleccionables (otra afición rara de las suyas) en
un pequeño estudio que montó cuando nos venimos a vivir a esta
casa. Su espacio decía. Igual me ha dejado algo escrito.
No hizo falta ni encender la luz. El
claroscuro que formaba la luz de las rendijas de las ventanas me
hicieron ver la horrible escena de mi marido tumbado desnudo encima
de una mulata. Inertes.
Me entró una arcada mientras mis ojos
se llenaban de lágrimas.
Subí corriendo y llamé a la policía.
…
Ni la ropa, ni las relaciones, ni la
vida son para siempre. Todo tiene un fin. Elegido o imprevisto.
Podemos ser amantes del ajedrez, follar
como descosidos o pasarnos horas delante del ordenador. Llegará un
día en el que todo dejará de existir para nosotros. Nada de lo que
has hecho, pensado o amado se irá contigo.
Simplemente tener eso en cuenta para
cuando nos fallen, nos hagan daño, nos decepcionen o desaparezcan
las personas que nos importan.
Nosotros también vamos a desaparecer.
Disfrutemos.
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