Décimas,
centésimas y milésimas de segundo. Un instante. Un cerrar de ojos. El azar. El
destino. La impotencia.
Una carretera
vacía. Un paisaje pirenaico. La felicidad de al fin poder coger vacaciones.
Largas horas de
carretera. Las curvas insufribles de los
puertos de montaña. El Tour de Francia a nuestras espaldas y la hinchazón de
unos pies que buscan mojarse en el río.
Aguas
cristalinas. Piedras modeladas. Naturaleza en estado puro.
Una familia
idílica se divierte en el agua.
Dos niños
pequeños mueven sus bracitos recubiertos del plástico hinchado que los mantiene
a flote.
La madre toma el
inexistente sol en la roca más homogénea que ha encontrado.
El padre vigila a
su descendencia y sonríe al ver que aún le quedan 9 días para volver al
trabajo.
Estruendo. Ruido a roto. A chatarra. Un peso pesado ha caído al agua.
Pánico.
Gritos.
Y calma.
¿Vivos? ¿Muertos? Nada.
Un coche ha
reventado en nuestras narices.
Unos niños gritan
al ver que un objeto que debería seguir su camino por el asfalto ha decidido
mojarse justo en el mismo lugar donde ellos estaban aprendiendo a nadar.
Lloros. Una madre
aterrada. Un padre atónito. Tres personas que iban a mojarse los pies se
despojan de su indumentaria.
¿Hola? ¿Podéis
oírnos?
Del maletero del
vehículo accidentado van saliendo letras
del Scrabble, cartas del UNO Y billetes del Monopoly.
Porque todos tenemos gustos simples.
Por fin aparece
una cabeza por el lado izquierdo del coche postrado en estado lateral. Sangre
en la ceja y nervios a flor de piel.
Hay alguien más.
Una chica. Pierna retorcida. Hay que sacarla.
Llamada a la
ambulancia.
Guardia civil.
Bomberos. Médicos. Enfermeras.
Sobramos.
De vuelta a Aínsa
me doy cuenta de que no me apetecía mojarme los pies.
Pero lo hice.
En ese instante.
En el mismo instante
que un chico joven que se trasladaba con su pareja hacia otro punto de la
geografía mundial perdía el control de su vehículo blanco y se precipitaba en
un río de aguas cristalinas en el que unos niños aprendían a nadar junto a unos
padres que hubieran deseado haber estado trabajando en la otra punta del país.
Porque las
casualidades existen y en ese momento tenían que estar tres jóvenes que
decidieron parar a mojarse los pies junto a una familia de revista en un
paisaje pirenaico de vuelta del tour de Francia y de camino a una de sus
paradas anuales.
La cena anual en
el restaurante Callizo de Aínsa.
Lo que no le pase
a Rosa Martí y sus acompañantes.
Afortunadamente
esta vez, no hubo víctimas mortales.
Putos accidentes.
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